La Leyenda de El Nahual de Tehuacán: Corría el año de 1846 en la ciudad de Tehuacán de la Concepción y Cueva cuando Leocadio Fernández vio la luz; como si fuera el presagio de su mala estrella desde antes del nacimiento atravesó por serias dificultades, entre ellas el fusilamiento de su padre y varios intentos de aborto que terminaron por fatigar mentalmente a la abrumada madre.
Se dice que mientras ocurría el alumbramiento cayó un aguacero descomunal, que por el ruido distrajo a la partera sin que esta se diera cuenta del momento en que la madre se salió de la casa con el riesgo de desangrarse. Por la mañana después de un rato de búsqueda la encontraron tirada en un potrero, sin ropa, entumida, muriendo días después de pulmonía.
El pequeño huérfano fue recogido por los franciscanos siendo bautizado con el nombre de José Leocadio Fernández, teniendo una educación cristiana que a lo largo de su infancia y juventud lo condujo por varias instituciones, algunas locales y las más foráneas, de las que era expulsado por ser “mañoso», bruto y peleonero.
Cuando entró en una edad más o menos madura regresó a Tehuacán para aclarar los asuntos de su herencia, misma que había sido gastada por sus tíos que sólo le dejaron una casa en ruinas ubicada sobre la “Calle del Suspiro”, aquella donde el infortunado muchacho vio la luz por vez primera.
Leocadio Fernández intentó por varios meses vender la casa pero por sus malas condiciones nadie se interesó de tal modo que se hizo a la idea de quedarse con ella así que se asentó en Tehuacán como un parroquiano más de los muchos que llegaban a la ciudad para establecerse en definitiva y años más adelante conoció a una muchacha de nombre Rosalba con la que contrajo matrimonio pero no tuvieron hijos.
La vida de casado le vino bien, pronto se convirtió en un hombre estable, devoto y con un negocio modesto pero que le permitía vivir como Dios manda, disfrutando de la calma de una pequeña ciudad que era el fiel retrato de la típica provincia mexicana.
Por esos años una noticia interrumpió la tranquilidad de Tehuacán ya que varios vecinos reportaban que su ganado estaba desapareciendo, primero fueron pollos y gallinas, luego chivos, pero ahora eran vacas y bueyes agravándose el problema.
Al paso de los días las autoridades locales nada pudieron hacer y por el descontento de los tehuacaneros el ajetreo llegó hasta la ciudad de Puebla. Algunos creían que era una banda de cuatreros que iban cambiando de región conforme los detectaban, otros culpaban a los vendedores del mercado y los más decían que eran simples problemas entre conocidos que se cobraban las deudas económicas con el ganado.
La verdad es que eran varias las casas donde se habían cometido hurtos y también era cierto que no encontraron candados forzados, sangre, ni rastro alguno del culpable. ¿Qué se podía hacer sin pistas?
La brigada del Capitán Isidoro Márquez fue la comisionada para darle una respuesta al Gobernador sobre los misteriosos robos de ganado, así que partió hacia Tehuacán donde al llegar bloqueó los accesos de la ciudad revisando a todo el que entraba y salía pero sin encontrar nada relevante. A la par otro grupo recorría las barrancas, cuevas y matorrales pero tampoco hallaron movimientos sospechosos, no obstante los robos continuaban y la presión de una respuesta aumentó.
Mientras el ejército hacía sus pesquisas, en la casa de Leocadio Fernández todo acontecía con normalidad, su ganado que era muy poco en comparación con el de sus vecinos, permaneció ajeno al problema de los robos y es que su esposa decía en broma:
«Qué nos pueden quitar, un burro viejo o una cabra tuerta que ni leche da».
Sin embargo una noche se escuchó un ruido que venía de los corrales… Rosalba afinando el oído escuchó unos pasos ligeros, luego el rechinido de la puerta del corral y al final vinieron los pasos más pesados como los de una bestia. Pensó de inmediato que los rateros se habían metido a su casa así que buscó la mano de Leocadio, pero se llevó una sorpresa al descubrir que su consorte ya no estaba en la cama.
«Seguro los oyó cuando se estaban metiendo y fue a buscarlos».
Procurando no hacer ruido la joven salió al patio pensando que los cuatreros iban a matarlos. Luego de un rato de permanecer en calma ya no se escucharon ruidos pero tampoco rastros de Leocadio, así que tomó el quinqué y con ayuda de una pequeña flama amarilla se fue para los corrales, lugar que tenía prohibido porque Leocadio siempre le decía que ese no era lugar para las viejas.
Rosalba era muy respetuosa de las instrucciones del marido ya que hacerlo enojar era sinónimo de obtener una buena paliza, por eso nunca se acercaba al corral, no obstante esta vez era una emergencia y a medida que se adentraba entre las camas de zacate apareció una fuerte pestilencia que nada tenía que ver con los olores comunes de los animales.
A medida que se adentraba más en el potrero la peste aumentaba y no podía dejar de pensar que en cualquier momento iba a encontrar a su esposo mal herido o muerto, así, con desesperación revolvía el zacate hasta que entre la hierba casi al final del corral y pegada a la pared encontró una puerta.
Tuvo que jalar muy fuerte y por fin se escuchó un tronido de tablas viejas que al abrirse liberaron un fétido hedor que revolvió el estómago de la joven… pero a pesar del mareo la curiosidad le hizo adentrarse en la cueva.
Pasando la puerta se percató de que el agujero era mucho más grande de lo que parecía, dentro encontró muchas pieles en estado de descomposición, todavía con pellejos y todas pegadas a las paredes de tierra. A simple vista se podían contar cinco montones que llegaban casi hasta el techo pero lo peor estaba por venir:
Cuando llegó al final del pozo se estremeció, en el fondo había una especie de altar, varios animales descuartizados y en el centro pendían unas piernas humanas cercenadas de las que todavía emanaba sangre. Ahí estaba también la ropa de su esposo.
Muy espantada salió corriendo en busca del cura de la parroquia y aunque era todavía de madrugada se le atendió al ver la gravedad del asunto. Rosalba explicó lo ocurrido y el sacerdote le contó que desde los tiempos prehispánicos existían rituales mediante los que un hombre consagrado al diablo podía intercambiar su cuerpo con el de los animales por un determinado tiempo.
Para lograrlo era necesario desprenderse de las partes del cuerpo donde requería dones especiales, como su esposo que necesitaba fuerza extrema para arrastrar a los animales que se robaba, mutilando sus piernas para sustituirlas por las del burro.
Estos seres malignos aunque son fuertes tienen una debilidad y es el tiempo, ya que deben volver antes del amanecer para colocarse otra vez los miembros y retomar su vida humana, ya que si el alba los sorprende dentro del animal, ambas almas mueren.
El padre le recomendó a Rosalba que a la noche siguiente fingiera estar dormida y cuando Leocadio partiera a cometer sus fechorías, ella quemara las piernas encerrando así a la criatura en su cuerpo de animal, de tal modo que cuando llegó la noche obedeció los consejos y repitió el camino hacia el potrero.
Luego de varios intentos Rosalba encontró la puerta y sacó las piernas de la bestia llevándolas al bracero donde fueron consumidas por el fuego. Sin sentir remordimiento fue a descansar y justo al alba escuchó un berrido estremecedor, era el nahual que agonizaba a las puertas del aposento, se estaba desangrando y le gritaba con una voz demoníaca «qué le hiciste a mis piernas maldita mujer».
Rosalba lo dejó morir y cuando salió bien el sol llamó al padre y a los soldados relatándoles que su esposo era un nahual y que con el uso de una fuerza sobrehumana era capaz de robarse hasta las reses, por eso los militares no habían encontrado nada en los retenes, todos los animales eran masacrados en la cueva de Leocadio, como evidencia estaban las pieles apiladas en la cueva, el testimonio del párroco y el altar donde el nahual hacía sus transformaciones.
El Capitán Márquez que era el responsable de la investigación escuchó el relato quedando atónito al ver el cuerpo mutilado del nahual, las pieles de los animales robados y la cueva. Se convenció de que estaba presenciando un hecho sobrenatural, sin embargo en el momento ordenó que Rosalba fuera recluida en un convento con votos de silencio y que no se divulgara el tema so pena de fusilamiento, la cueva fue tapada con tierra y la casa abandonada hasta nuestros días.
La versión que dio el capitán a sus superiores de Puebla fue que Leocadio Fernández era un cuatrero que operaba en complicidad con su esposa y diversos carniceros corruptos de la región, mientras que las pieles fueron encontradas como la evidencia del robo en un corral de la casa de los Fernández, por esta razón y ante la posibilidad de que se fugaran ambos ladrones fueron colgados y sepultados en su propia finca dejando a la Ciudad de las Granadas en paz.
Fue así como se le dio carpetazo al temido nahual de Tehuacán, leyenda que hasta nuestros días sigue siendo un secreto para muchos. Y es que así es mejor.
La fuerza del nahual no conoce el tiempo y es tan antigua como la propia humanidad, es el conocimiento de lo oculto, es el reconocimiento de la armonía y la coexistencia entre el hombre y su lado animal.